Nuestra primera pernoctación, cómo no, debía ser intensa. Parece ser que no sólo nosotros nos encontrábamos llenas y llenos de energía, y que también en esta gran aventura aprenderíamos, entre otras cosas, a dormir como quien dice “incluso a la sombra de un tiesto”; tendríamos que acostumbrarnos a lo que nos esperaría en todas y cada una de las siguientes noches: los ladridos de nuestros ya amigos guardianes del rebaño, sin subestimar los ronquidos de ciertas personas y los sonoros y numerosos cencerritos en el cuello de Problemas, daban lugar a una sinfonía que, si bien era única, a alguna persona se le hizo más cuesta arriba que la propia vereda.
También dejamos de lado ese tono de despertador rutinario al que tanto odio terminamos guardando, para recibir los cánticos y suspiros de Magallón, con los que cada mañana nos regalaría su alma; “Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaay”. También nos regalaría una buena dosis de energía y prisa.
Aquella primera mañana todas y cada una de las personas del grupo espabilarían por esta razón, por la necesidad de recoger todo nuestro campamento a la velocidad de la luz y proseguir el camino al ritmo de nuestras amigas lanudas, dejando la zona como si dicha acampada no hubiera tenido lugar. Por eso, y porque todas queríamos nuestro café en el desayuno. El desayuno de los campeones y campeonas, por supuesto. Y a cafetera por hora… Casi era de esas cosas que no desearías a nadie, quedarte en la última ronda. Hidalgo y a caminar. Alguna entre refunfuños.
Poco a poco nos íbamos dando cuenta de que más que nunca nos guiaba el sol: nos habíamos levantado al amanecer, y cuando el sol llegaba a su punto más alto, también implicaba la mitad de la jornada para nosotros. Cuando el camino ya empezaba a hacerse más duro, empezamos a divisar a Urbano en la lejanía, acompañado de nuestras compañeras, Andrea y Clara, quienes habían cumplido la función de hateras en esta primera mañana. Allí nos esperaban con una copiosa comida, preparada para saciar el hambre que había ido acumulándose a lo largo de la mañana. Morcilla, chorizo, jamón, tocino, queso, embutidos, mejillones, y una bota, Irene, que no paraba quieta, siempre saltando de mano en mano. Urbano nos había terminado de conquistar (¡Le hizo falta muy poco tiempo para ello!).
Una vez ya saciados nos tocaría esperar a que nuestro rebaño hiciera lo mismo en un campo que tenía a su disposición, mientras nosotros comenzábamos a asimilar todo lo que habíamos comido. De repente, como si de una película del lejano oeste se tratara, vimos aparecer a un hombre montado a lomos de un caballo que se acercaba poco a poco hacia nosotros. Este hombre iba a su vez acompañado por una yegua pía, que al alcanzarnos llamó la atención de Problemas. Este se acercó a ella, pero su interés no pareció ser correspondido por la yegua y recibió una pequeña “patadica” a modo de aviso. Al poco, descubrimos que se trataba de otro pastor trashumante, cuyo rebaño nos seguía de cerca, y con quienes compartiríamos varias jornadas hasta que nuestros caminos se separasen.
Emprendimos nuevamente nuestro camino. Esta tarde pasaríamos por un pueblo, Rada de Haro, por lo que los pastores nos habían advertido de que teníamos que estar guapos, lo cual aún era posible, ya que solo habían transcurrido dos días y aun no nos habíamos ensuciado en exceso. Al pasar por el citado pueblo, algunos curiosos se acercaron a observar el rebaño, una vez este había parado en un abrevadero que se encontraba a las orillas del mismo pueblo. Nosotros aprovechamos para rellenar nuestras cantimploras en la fuente del pueblo y reanudamos el camino.
Seguimos andando al ritmo de nuestras lanudas, entre empujones de Problemas y recogiendo a alguna coja rezagada con la ayuda de los siempre fieles perros. Transcurre la tarde con normalidad y al empezar a caer el sol divisamos el campamento que nuestras compañeras habían preparado. Al llegar, cercamos las ovejas una vez más para que pasen la noche, protegidas por Centinela y Mastina, dos preciosas mastinas encargadas de proteger al rebaño. Una vez realizada esta tarea, escogemos la tienda que será nuestro hogar por esta noche y nos sentamos alrededor de la hoguera, que bien había preparado Urbano para que Ismael hiciera arder.
Empezamos a comentar la tarde con las hateras y acabamos teniendo una pequeña charla sobre diarreas neonatales en corderos y patologías de la ubre, en la que los pastores participan y nos dan su punto de vista al respecto, así como aportan su más que curtida experiencia.
El hambre se hace notar, ya que llevamos un rato comiendo unas deliciosas almendras garrapiñadas que la abuela de Andrea nos había preparado y degustado el vino dulce que José Luis había traído, cuando Urbano nos llama al grito de “¡Ala esos cubiertoooos!”, el momento que todos estábamos esperando. Nos acompañan en la cena los otros pastores trashumantes, que han acampado unos metros más atrás. Empezamos a degustar el caldero que nos ha preparado nuestro excelente cocinero y por impacientes, tenemos algún incidente y nos socarramos la lengua, lo que provoca alguna carcajada que otra alrededor de la mesa.
Para finalizar el día y como es tradición, nos sentamos alrededor de la hoguera a hacer la digestión y a tomar (un poquito) de crema de orujo. Los pastores se sienten más animados y nos piden nuestros cánticos nocturnos: a Vidal y a Urbano les hemos conquistado con Habanera triste y siempre esperan a que nuestra solista Carmen la interprete antes de irse a dormir, mientras que Ismael siempre nos acaba pidiendo entre risas “¡Ahora el tren, ahora el tren!” y todos empezamos haciendo los coros a Mayte “Viajar en treeeen, es de lo mejooor…”, hasta que los párpados empiezan a pesar y los bostezos aparecen.
¡Cada mochuelo a su olivo!
Autores: Clara Burillo, Andrea Menjón, Esther Mora, Mayte Ortiz, Lidia Regaño, Amaia Torre, Mariela Subirán y Carmen Ceresuela
Profesores acompañantes: Jose Luis Olleta, Emilio Magallón y Diego Arroyave
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