Nos despertamos envueltos en
nuestros calientes sacos, sabiendo que una vez que eclosionásemos de nuestra
pupárida, nos invadiría un frío desolador. Así fue, hasta que conseguimos
entrar en calor, después de quitar la escarcha que se había formado en la
cremallera de la tienda de campaña. Una vez fuera, los perros, al igual que
nosotros, se estiraban, con la intención de hacer frente a un día largo y duro.
Tras realizar el desayuno de
rigor y recoger nuestras tiendas, 3000 individuos nos pusimos en marcha rumbo a
Vilches. La mañana se presentó similar a los días anteriores, día encapotado y
marcha lenta por los amplios campos de Castilla La Mancha.
Al medio día, hicimos la parada
para comer y poder reponer fuerzas (fig. 3). Los mastines, al igual que
nosotros, aprovecharon la ocasión para descansar; los careas en cambio, estaban
atentos a cualquier orden de Vidal para mantener a las ovejas agrupadas.
Reanudamos la marcha lo antes
posible, con la vaga esperanza de que el parte meteorológico se hubiera
equivocado y así, no mojarnos con el diluvio que estaba previsto. Cambió el
tiempo y cambió el paisaje; las nubes parecían cargadas a punto de explotar, se
percibía una ligera llovizna y a lo lejos, el fatal desenlace, la tormenta.
Todos los integrantes del grupo nos pusimos los impermeables esperando lo peor,
acercándonos poco a poco a la boca del lobo. La orografía tornaba hacia ligeras
ondulaciones y vegetación algo más frondosa, se acercaba la ansiada zona de
dehesa (fig. 4).
Las ovejas fueron las que más lo agradecieron, se paraban a
pastar en cada rincón de la vereda hasta que llegaban los perros a disolver la
congregación. Ismael, a la cabeza del grupo, se adentró en una inmensa
rastrojera que estaba en la vera de la cañada, siguiéndole por detrás sus 3000
fieles seguidoras. Las ovejas parecían haber encontrado el paraíso, una rastrojera recién
cosechada con hierba verde que empezaba a brotar. Las corderas saltaban y balaban
de alegría mientras que las más veteranas no perdían bocado. Tras media hora de
parón volvimos a entrar en el camino y aparecíamos y desaparecíamos en las
ondulaciones de las montañas, como si de una montaña rusa se tratase. En un
alto, conseguimos ver la inconfundible llama de la hoguera que nos llamaba
desesperadamente para que fuésemos a su vera.
Bajamos la colina y ayudamos a
los pastores a introducir las ovejas en el redil que montábamos todos los días.
El campamento estaba montado en una ladera, encima del redil de las ovejas,
dado la imposibilidad del terreno por las abundantes piedras que había. A poco
de llegar y dejar las cosas en las tiendas, Urbano nos llamó para cenar.
Acudimos todos más rápidos y contentos que las ovejas cuando vieron la rastrojera.
Armados con nuestras cucharas pudimos degustar un caldero de garbanzos con
callos exquisito. Antes de acabar la cena, se desató lo que llevábamos temiendo
desde el comienzo de nuestra etapa, la lluvia. Así que, como era de esperar,
los pastores nada más acabar se retiraron a sus aposentos. Nosotros en cambio,
con la ayuda de la imaginación, nos quedamos en la jaima jugando a diversos
juegos y contando anécdotas, hasta que el cansancio hizo mella y optamos por ir
a dormir a nuestras respectivas tiendas.
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