martes, 3 de diciembre de 2019

17 de noviembre de 2019


Nos despertamos envueltos en nuestros calientes sacos, sabiendo que una vez que eclosionásemos de nuestra pupárida, nos invadiría un frío desolador. Así fue, hasta que conseguimos entrar en calor, después de quitar la escarcha que se había formado en la cremallera de la tienda de campaña. Una vez fuera, los perros, al igual que nosotros, se estiraban, con la intención de hacer frente a un día largo y duro.
Tras realizar el desayuno de rigor y recoger nuestras tiendas, 3000 individuos nos pusimos en marcha rumbo a Vilches. La mañana se presentó similar a los días anteriores, día encapotado y marcha lenta por los amplios campos de Castilla La Mancha.
Al medio día, hicimos la parada para comer y poder reponer fuerzas (fig. 3). Los mastines, al igual que nosotros, aprovecharon la ocasión para descansar; los careas en cambio, estaban atentos a cualquier orden de Vidal para mantener a las ovejas agrupadas.


Reanudamos la marcha lo antes posible, con la vaga esperanza de que el parte meteorológico se hubiera equivocado y así, no mojarnos con el diluvio que estaba previsto. Cambió el tiempo y cambió el paisaje; las nubes parecían cargadas a punto de explotar, se percibía una ligera llovizna y a lo lejos, el fatal desenlace, la tormenta. Todos los integrantes del grupo nos pusimos los impermeables esperando lo peor, acercándonos poco a poco a la boca del lobo. La orografía tornaba hacia ligeras ondulaciones y vegetación algo más frondosa, se acercaba la ansiada zona de dehesa (fig. 4). 


Las ovejas fueron las que más lo agradecieron, se paraban a pastar en cada rincón de la vereda hasta que llegaban los perros a disolver la congregación. Ismael, a la cabeza del grupo, se adentró en una inmensa rastrojera que estaba en la vera de la cañada, siguiéndole por detrás sus 3000 fieles seguidoras. Las ovejas parecían haber encontrado el paraíso, una rastrojera recién cosechada con hierba verde que empezaba a brotar. Las corderas saltaban y balaban de alegría mientras que las más veteranas no perdían bocado. Tras media hora de parón volvimos a entrar en el camino y aparecíamos y desaparecíamos en las ondulaciones de las montañas, como si de una montaña rusa se tratase. En un alto, conseguimos ver la inconfundible llama de la hoguera que nos llamaba desesperadamente para que fuésemos a su vera.
Bajamos la colina y ayudamos a los pastores a introducir las ovejas en el redil que montábamos todos los días. El campamento estaba montado en una ladera, encima del redil de las ovejas, dado la imposibilidad del terreno por las abundantes piedras que había. A poco de llegar y dejar las cosas en las tiendas, Urbano nos llamó para cenar. Acudimos todos más rápidos y contentos que las ovejas cuando vieron la rastrojera. Armados con nuestras cucharas pudimos degustar un caldero de garbanzos con callos exquisito. Antes de acabar la cena, se desató lo que llevábamos temiendo desde el comienzo de nuestra etapa, la lluvia. Así que, como era de esperar, los pastores nada más acabar se retiraron a sus aposentos. Nosotros en cambio, con la ayuda de la imaginación, nos quedamos en la jaima jugando a diversos juegos y contando anécdotas, hasta que el cansancio hizo mella y optamos por ir a dormir a nuestras respectivas tiendas.

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